La pared



Un día desperté y estaba la pared ahí, en el medio. La observé con detenimiento y un poco de miedo; no conozco otros casos pero podría afirmar que no es tan común encontrar una pared nueva de la noche a la mañana obstruyéndole a uno el camino. Pero sí, estaba ahí, tan imposible de traspasar o saltar como la mayoría de su especie. Supuse que había sido  construida durante la noche; al fin no es tan difícil y debo admitir, tengo el sueño pesado.
En otra oportunidad me habría quedado a un lado, podría haberla decorado o simplemente dejar que el tiempo y sus elementos se ocuparan de ella. Sin embargo era el mes de pagar cuentas y aunque mi trabajo ofrece la suficiente libertad horaria, no podía darme el lujo del descanso.
¿Cómo derribar sola una pared completa y llegar a tiempo al trabajo? Caí en la cuenta de que por prestarle atención no había comido; iba a necesitar estar bien alimentada para destruirla. Preparé el desayuno y lo tomé de frente a ella, en clara actitud de invitación a una guerra; sé que no la comprendía pero hacerlo me daba ánimos, de hecho no lavé mi taza por no darle la espalda.
Me acerqué con toda intención de hacerla caer, pero comenzaron a transpirarme las manos, me faltó el aire. Corrí al baño y dejé caer sobre mí todo el peso de la ducha; al parecer hacía falta más valor.
Regresé despacio al comedor, con la esperanza de que algo la hubiera roto por mí. Pues no, ahí seguía la pared justo en el medio.
Había pasado media mañana y casi la mitad de mi turno de trabajo, era imperioso deshacerme del obstáculo.
Ya había comprobado que no podía hacerlo con mis armas habituales, por lo tanto me senté y tomé un anotador. Corté la primera hoja, porque no me servía la lista de compras y escribí: “Había un vez un árbol verde de cartón corrugado. El cartón lo habían juntado en siete noches un par de diputados, totalmente ajenos a sí mismos  producto de la cantidad de alcohol que ingirieran durante la cena. En las hojas escribieron citas bíblicas sobre el apocalipsis. ¿Cómo es que en algunos momentos de nuestra vida atribuimos a la imaginación un origen casi místico? Antes de hallar conclusiones, permítanme contarles la historia de una pared…”
Ahí estaba, o mejor dicho, ya no estaba; había logrado la demolición de mi pared. Por supuesto es un borrador, pero ya tendré tiempo de completar la nota; en la revista siempre me dan un día más.


Dos ruedas para pintar el mundo


  Él mira por la ventana mientras limpia las tijeras. Un hombre de sienes plateadas y surcos en el rostro, al mismo tiempo saca brillo al metal y a los recuerdos. Dejó su país cuando comenzaba a amarlo, y nunca regresó. A la peluquería, en su patria, lo llevaron su abuelo, la deuda familiar del almacén y su bicicleta. A la Argentina lo llevó un barco grande.
  Le dijeron que hacia adentro de esa tierra llana, se repetían colinas iguales a las que acostumbraba ver en su país natal. Era lógico que en algún lugar de ese país hubiera una cordillera. Como decía su abuelo, es sabido que las montañas rodean el mundo para recordarnos la pequeñez que nos une a la hormiga que nos mira; eso mantiene el equilibrio natural.
  La mayoría en el pueblo de la infancia se desplazaba caminando. El que tenía un carro con caballo era afortunado, el que tenía un auto no existía. Los que tenían bicicleta eran libres. Él tenía una bicicleta, brillante y con bocina.
  Nadie había dibujado más caminos que sus él y ruedas, ni con tanta conciencia de que eran dibujos vivos.     La primera vez que anduvo en círculos, lo hizo en la última granja que bordeaba el río. Al día siguiente el dueño descubrió las huellas y no vio un rastro de bicicleta sino un mensaje divino; y al momento llamó al sacerdote para que reconociera el milagro. Durante diez días los vecinos se llevaron puñados de esa tierra para arrojarla sobre sus propias granjas. Al onceavo día el granjero decidió vender esos puñados, al décimo tercero llovió y se borró la bendición telúrica.
  En otra ocasión cruzó el mismo río en bicicleta, y las ruedas dibujaron una serpiente acercándose al pueblo a nado. Esa noche los vecinos armaron una hoguera y velaron el cruce para impedirlo; las serpientes tenían la mala costumbre de comer las crías de patos y gallinas. La vigilia funcionó. Al amanecer, el fuego, el rocío o las lágrimas aterradas de las mujeres la habían ahuyentado.
  ¡Nadie podría olvidar los mensajes de amor que recibieron, a la vez, las tres hijas casadas del Delegado!   Aparecieron después de un mediodía, frente a las casas vecinas de las mujeres, miles de besos y amores dibujados en la calle. Difícil fue explicar a sus maridos que no había pretendientes. ¿Quién iba a creer que él, tan niño, y su bicicleta, tan inanimada, se habían enamorado de la joven que vivía al otro lado de la calle? La muchacha era sorda, entonces él había dibujado su declaración. Pero celar al ser amado es una tentación imposible de evitar, y los tres cuñados se sintieron tan ofendidos, que tiraron agua a la calle para borrarla. Ella no la vio.
  La semana santa de su décimo cumpleaños, un fragmento del apocalipsis bíblico apareció pintado en el patio de una vecina. Por supuesto, todo el pueblo se atrincheró en la iglesia para expiar pecados y preparar el viaje al paraíso. Nadie cuestionó la decisión divina, todos quedaron pre ajusticiados por el cura y listos para partir. Pero nadie se fue, no hubo jinetes, trompetas ni lluvia de fuego. Nunca nadie supo que el perro de la vecina había corrido a mordida limpia al niño de la bicicleta, y que el miedo del final se había dibujado con sus ruedas. Un temporal se llevó el presagio y sólo quedó la costumbre de esperar la partida todos los jueves, el mismo día que apareciera el dibujo.
  Una noche su padre comentó en voz baja con mamá que el fiado del almacén estaba caprichoso, y que no tenían dinero para callarle el berrinche. Al día siguiente, el niño le pidió a su abuelo que le consiguiera trabajo, y fueron los dos en sus bicicletas hasta la peluquería, donde hacía falta alguien que limpiara el piso de las pelambres segadas. Allí aprendió que el pelo de alguien es un fruto que se siembra desde adentro de la cabeza, pero que al cosecharlo se lo tira porque en la juventud nace verde y nunca madura, y al madurar no hace falta cortarlo porque se cae solo y ya no sirve para volver a sembrar.
  Esa mañana tuvo ganas de dibujar una línea recta. Quería unirla dando la vuelta al mundo, que ya se sabía hacía rato, era redondo. Salió luego de desayunar y no se detuvo hasta la noche. Comprendió que la edad le impedía alejarse de su madre a la hora de dormir. Volvió a casa, pero la inercia, que también estaba inventada, llevó a la línea más allá, sola. El niño se dio cuenta, decidió dejarla ir y esperar el regreso.
  La línea cruzó todo el pueblo, y no tuvo deseo de regresar. Llegó a un mar, que nadó tranquila porque había aprendido en el río. No pudo calcular el tiempo, pero en cierta cantidad, dio la vuelta al mundo.   Estaba cerca de encontrarse consigo misma el día que llegó a la provincia, tres días después que los soldados, y al día siguiente de la bomba. Eso era nuevo, pero reconoció la cara de la muerte y aceleró la llegada al pueblo, tenía que encontrarse a sí misma, a su padre de diez años y avisarles del peligro.
  Cuando llegó al pueblo, la aguardaba el niño. Éste esperaba anécdotas, pero recibió malas noticias. Del resto se encargaron sus padres y su abuelo en pocas horas. Juntaron ropa, un poco de pan, los papeles importantes que dicen quién es uno y salieron del pueblo por el camino del río. La bicicleta se quedó, los grandes dijeron que no iba a sufrir. En algún lugar subieron a un barco, y cuando bajaron era otra tierra, ya dibujada.
  Pasaron los años, el niño creció y se ocupó en lo que sabía, cosechar pelo. Cada tanto, cuando alguien ata su bicicleta en la heladería de al lado, recuerda sus dibujos y es niño otra vez.
  Es increíble lo que pasa mientras vas con un amigo a tomar un helado en bicicleta.

Sobre cómo un dios aprende a crear seres

Agua, tierra, aire y fuego, fuego, agua, tierra y aire, tierra, aire, agua y fuego, aire, tierra, fuego y agua.
El joven dios repasaba en voz alta los elementos que su maestro le había encomendado unir en un nuevo ser para poblar el mundo.
Durante miles de días y noches (dos o tres semanas, habría dicho un mortal. Los aprendices de dios suelen ser exagerados, como todo alumno) el joven demiurgo observó a los seres de la tierra, del aire, del agua. Persiguió a una salamandra y al fénix porque el simple fuego no le pareció más que hipnótico y tentador.
Ningún ser en especial lo inspiraba, y extrañamente todos le parecían fascinantes.
Decidió comenzar por otorgar la facultad del vuelo a un animal terrestre. Resultó bastante bien hasta que quiso sumergirlo en uno de los mares, lamentablemente el cuerpo mojado era muy pesado para llevar en el aire. Ese cuerpo exánime quedó en medio de una huerta, y el dios pudo secar las tibias lágrimas del niño que lo halló y le dio sepultura.
En el siguiente intento le dio patas a un animal acuático; luego, el experimento resultó una buena forma de aprender que por alguna razón fuego y agua no combinan. Si el fuego no evita la humedad, el agua se evapora; en el último caso, el animal en cuestión desaparece en medio de un holocausto bastante triste de ver. Esta vez, los restos aún humeantes fueron descubiertos por una anciana, que sin quemarse los tomó en sus manos y los esparció en la tierra entonando una canción de adiós.
Más adelante enterró a un animal volador cerca del volcán, pero cuando regresó a sacarlo para ver el resultado, comprendió que había faltado el aire, y no solo para volar, pues al pobre se le habían secado los pulmones. El hombre que encontró el cadáver elevó a los dioses una plegaria entre gritos y llanto. El joven dios, un poco avergonzado, lo acompañó mientras sentía el calor de su congoja por la muerte.
Los fracasos se acumulaban, el aprendiz de dios deambulaba triste. Los hombres no podían verlo, mas sabían de su tristeza porque a su paso todo moría.
Esa noche, los habitantes de la aldea planearon un agasajo para alegrarlo. Armaron una gran fogata y a su alrededor comenzaron un baile al son de tambores,  flautas y cañas rellenas con semillas.
El dios sonrió tímidamente y se acercó a los hombres. Para reconocer el homenaje, decidió premiar al mejor bailarín tocando sus piernas para hacerlas más hermosas. Al tocar al hombre sintió que sus manos se quemaban… la piel de ese bailarín era de fuego. Recordó las lágrimas del niño, tibias; las manos de la anciana, tan calientes como los restos incendiados; el grito del hombre, saliendo de un cuerpo acalorado por la tristeza.
Recordó cómo su maestro había creado a los hombres, de barro y cocidos al fuego. Su cuerpo siempre estaba tibio. Y recordó también que al hablar del fuego, su maestro nunca afirmó que el nuevo animal debía estar en llamas.
El nuevo intento sería el último, esta vez no iba a fallar. Decidió tomar el cuerpo del bailarín, por ser el mejor formado; las alas de un murciélago, porque no le atraían las plumas; la cabeza de un jaguar, en honor a su maestro; y la cola de un delfín, para que al fuego del hombre lo mitigara la ternura de otro mamífero.
Con el nuevo animal caminando a su lado, el joven dios buscó a su maestro. Éste disimuló su rechazo con una leve mueca de aceptación, y sólo dijo a su discípulo que deberían trabajar un poco más en la tarea.
Para evitar que el nuevo cuerpo se convirtiera en cadáveres esparcidos por el campo a la vista de personas sensibles, le recomendó esconder su creación en el mundo de los sueños, donde nadie que lo encontrara pudiera asustarse.
Así lo hizo el alumno, y el extraño animal apareció en el sueño de un artista. Desde entonces, se pueden ver pequeños animales creados a imagen y semejanza de ese primero que unió los cuatro elementos. Eso sí, de madera, cartón y colores muy alegres; para impedir que las personas sensibles anden derramando sus lágrimas ante los restos de cualquier intento fallido.

Inspirado en la ilustración de: http://jarillero.blogspot.com/

Descenso al lago de las almas

Durante miles de años, el descenso a los infiernos ha sido motivo de fascinación de los hombres. Y como todos saben, una de las consecuencias de la fascinación es el mito.
Él no estaba seguro de querer convertirse en el personaje de un mito, pero igual ajustó los lazos de la alforja que usaría en su viaje.
Muchos se han preguntado acerca de la dificultad de atravesar el infierno y salir de él sin consecuencias negativas. Los mitos nos muestran a dioses y héroes en pasajes sombríos y tristes por la tierra de los muertos. El infierno puede ser un desierto oscuro, un valle atravesado por un río, el reino de los antepasados, un lago de almas.
Él atravesaría un lago, un valle, un desierto, uno de ellos o todos a la vez; llenos de almas como la suya pero ya sin vida; para saber si podía llevar una sonrisa y traer un mensaje que la repitiera entre los vivos.
Es conocida la historia de Orfeo, cuya curiosidad impidió que pudiera sacar a Eurídice del reino de Hades.
Cual la lira de Orfeo, sería su voz el instrumento para cantar a los dioses del infierno.
Démeter, aún en su carácter de diosa, sólo consiguió hacer un pacto según el cual se permite a su hija Perséfone pasar con ella una temporada al año, que trae para nosotros la llegada de las estaciones fértiles.
No contaba con el tiempo de una temporada fértil, y no era un dios, pero no iba a someterse al reino del miedo por no entrar al de la muerte.
Ishtar, la diosa babilónica de la fertilidad, estrella de la mañana, atravesó las siete puertas del infierno para pedir a su hermana Ereskigal que devolviera la vida a su esposo Tammuz; y en cada puerta pagó con parte de su vida.
Él pagaría con sonrisas en cada puerta, y con lágrimas si su alegría no era suficiente para abrir las cerraduras de la eternidad.
Ulises descendió a consultar el porvenir de su viaje. A imitación de éste, el Eneas de Virgilio conoció en los infiernos el futuro de la grande Roma y sus césares.
Antes de partir, tuvo la sensación de que cualquier futuro augurado en el infierno sería más prometedor que el presente, cualquier palabra arrebatada a los muertos sería un mensaje liberador para los vivos.
Nueve días y nueve noches cabalgó Hermod hacia el Helheim para solicitar que se les devolviera a Baldr con vida. Le dijeron que era posible si todos los seres del mundo lloraban por él. La gigante Thok se negó, y Baldr no pudo regresar al Asgard.
El regreso del peregrino mortal no podía depender tampoco de lágrimas ajenas, si nadie reía por él, menos esperaba ser el objeto de la tibia compasión de nadie.
Si dioses y héroes no lograron sus deseos en el hades, kurnugia o el helheim, más de uno habrá de preguntarse si puede un mortal lograrlo.
Éste dejó el testimonio de su viaje, a su regreso. Nadie supo de su partida simplemente porque nunca necesitó desplazarse, y sin embargo fue.
Días y noches por un camino de luz que terminaría en un rincón oscuro.  Puertas que cobraban sonrisas para ser abiertas, cada día más triste el caminante. Eternas temporadas infértiles en un valle muerto para siempre. Al final, un lago de almas.
Iba preparado, ese viaje sería un ritual para volver renovado, verdadero. Una pluma por cada año de su vida, la mirada coloreada para que las almas de sus antepasados pudieran reconocerlo. Su alforja llena de la vida que tanto le pesaba.
Algunos ignorantes dirán que descender al infierno equivale a quitarse la vida, pero sólo porque desconocen que los muertos deben estar seguros antes de dejar ingresar a alguien en su reino.
Otros pueden afirmar que tal viaje nunca existió, pero son sólo aquellos que no comprenden el mensaje que el caminante trajo a su retorno.
También existen los falsos creyentes, que repiten las palabras del viajero y se consideran salvados del camino personal al mismo infierno.
Finalmente, aquellos que reinventan la poesía, esos que reconocen el significado de sus palabras sin decirlas, lo han visto ir y volver.
Él repite:

Essil on Essil on eriftel al

Y en lago de las almas, más de una sonríe.

*Njosnavelin, Sigur Rós



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Aquelarre

Temible inmensidad en el caldero de los elementos conjurados. Una procesión fatal se dirige al lugar de la reunión. Arpías de mandíbulas recias, espectros impíos, esclavos del infierno son los peregrinos condenados.
Cargan alforjas con almíbar congelado en las fauces de la muerte. Las dejan como pago ante la puerta de los perdidos.
Cuando el número de horrendos aumenta, se preparan en torno a un círculo improvisado. En el centro están los anfitriones, hacia afuera se ordenan las huestes menores de ese ejército maldito.
De algún lugar que no puede ser identificado, quizás el mismo infierno, comienza a sonar una música embriagadora. Los círculos se mueven como olas. Todos los congregados son el agua de un mar saturado por la embriaguez de ese almíbar que la muerte les congela.
Cantan y bailan al compás de esos valses subterráneos. Gritan el nombre de los anfitriones, y éstos dan la bienvenida a un aquelarre fatal.
Del techo, iluminado por las cabezas ahuecadas de algunas víctimas, comienza a descender el cuerpo, rígido por el miedo, del último sacrificado.
Los espectros y las arpías se acercan con palos para comenzar la tortura. Lo que extraigan del cuerpo exánime hará las delicias de sus almas compradas por el mal.
Un espectro levanta su garrote para romperlo sobre la víctima, y ésta se retuerce en la soga que la sujeta. Las arpías dibujan sus sonrisas esperando una porción de las entrañas. El garrote se prepara para caer, una ilusión oscura cruza las miradas de los invitados, el espectro verdugo sonríe…
_ ¡Timbre!
_ Ahh debe ser Ariel…siempre tarde…
_¡Hola! Perdón, se me hizo tarde…
_ ¡No digas!...no me dí cuenta…menos mal que no te esperamos, mi hermano pudo conectar el equipo de música en el sótano….pero… ¡no trajiste disfraz!…
_No, me olvidé. Prestame una sábana y me hago un fantasma.
_Bueno, dale. Dejá los caramelos al lado de la puerta y andá con los chicos, justo íbamos a romper la piñata…

Reflexión

Jugar a ser otros es igual que estar frente a un espejo. Frente a un espejo siempre se es otro. Lo supo el enamorado de sí mismo ante el espejo de agua; lo sabía el poeta ciego y temeroso de su reflexión; lo sabe la viajera del país maravilloso. Aquél que luego de jugar se hizo el otro para cantarnos sin miedos, también lo sabe.
Quien no recuerde no haberse reconocido en un espejo al menos una vez; probablemente se haya confundido con ese otro que vemos en la superficie. En ese caso perdió el juego y es ahora el reflejo del que ocupa su lugar.
El otro no tiene nuestros miedos y si tuviera un nombre propio, tendría todo a su favor.
Sin embargo no conoce nuestra posibilidad de imitarlo, y ahí radica su punto más débil. Aquél lo sabía, y preparó un juego en que no podía perder. Luego haría su mejor canción.
Al del espejo, éste le imitó las formas, le preguntó sus deseos y los hizo suyos. Vistió su imagen tal como el reflejo quería la suya.
Como no conocía la voz del otro, la inventó él mismo. De la crepitación de las llamas y el rugido de un león, creó el sonido de la voz que puso a su copia del reflejo.
Darle un nombre fue fácil. En el juego de ser otros siempre hay maestros, y éste lo encontró en un personaje ficticio:

“Tú eres realmente un Bunburysta. Tenía yo razón en absoluto al decir que eras un Bunburysta. Eres uno de los Bunburystas más adelantados que conozco…”

Así como no existen las casualidades, nada que se repitiera tres veces podía ser casual. Bajo esa ley realizó el bautismo.
No pregunten si ganó o no su juego, no lo sabemos. Nunca sabremos si el reflejo ya conocía las reglas, y si el que vemos rugir su mejor canción entre nosotros, no es que el antes era visto por el que ahora es su reflejo.

Las Cavernas


Vivían en un lugar oscuro, algo húmedo por las noches, con alguna penumbra en las mañanas, y que siempre repetía sus voces.
Ninguno podía asegurar desde cuándo, pero las historias que conocían por sus abuelos y éstos por los suyos a su vez, eran, sólo por su procedencia, una marca del tiempo que llevaban allí.
Uno de esos relatos intentaba reproducir el primer momento. Según decían, una mano gigante habría puesto en las cavernas a dos parejas. No podían afirmarse las razones, pero las cavernas era todo lo que conocían, y estaba bien para ellos. Una variante incluía a dos niños, que en determinado momento escaparon del hogar y poblaron el exterior. Al exterior los de adentro no salían, no estaban seguros de que existiera.
Alguna ocasión fue contada la historia del hombre que vio un rayo de sol, porque antes habían inventado al sol, una esfera de fuego que, de existir, quemaba el exterior y a sus habitantes; como castigo a su escape de las cavernas.
Las mañanas y noches se reconocían por el letargo o actividad que manifestaban los cuerpos, pero las mañanas tenían además una penumbra. Ese era el origen del hombre que vio el sol. Una mañana, sigiloso, el curioso se acercó a la fuente de la penumbra, la siguió por pasillos y descansos que nunca había visto. Al llegar a un espacio sin salida presintió calor en su cabeza, levantó la vista…Y nada más se supo de él. De todas formas la penumbra proviene de las sonrisas cuando el cuerpo ha descansado y no hay por qué temerle.
Eran una sociedad tranquila, abrumada sólo por la posibilidad de tener que salir de sus cavernas, castigados por faltas que nadie había cometido desde que Aquél fue expulsado. La de Aquél, era otra de las narraciones que poblaban el imaginario colectivo, y que cada noche servían para enseñar la moral a niños y jóvenes. Aquél era siempre un punto de discordia, aún había quienes pensaban si no serían ciertas sus teorías sobre el afuera.
Según él, no había castigados afuera sino adentro; y era deber de todos limpiar la conciencia de esa sociedad para poder salir. Por supuesto nadie lo escuchó. Lo condujeron hasta donde se creía que había llegado el hombre que vio el sol, y lo abandonaron allí. Los pocos seguidores lo acompañaron en la noche, pero temieron la penumbra de la mañana y nunca más volvieron a buscarlo. Desde entonces, dudar sobre el adentro podía ser a lo sumo una inquietud personal.
Entre la gran cantidad de historias de este pueblo, existe una poco referida, nunca contada a los niños; la que quizás reveló en Aquél las primeras vacilaciones acerca del adentro.
Esta historia cuenta que en alguna ocasión, alguien de afuera habría inventado al pueblo de las cavernas como una simple experimentación creativa. Los de adentro serían no una realidad, sino los personajes inexistentes de un relato como los suyos. Ellos serían como el hombre que vio el sol, como los niños que escaparon, como la mano gigante y como Aquél.
Pero es también un relato improbable, ¿quién podría pensar que un pueblo con tanta tradición narrada no exista? Y de existir el afuera, ¿quién podría pensar algo creativo con una bola de fuego sobre la cabeza?.


Ilustración: jarillero.blogspot.com

El aplauso maldito



_Dicen que está maldito_. Giré el rostro para ver al locutor, pero en ese infierno de rostros era imposible reconocer la dirección del sonido.
_Yo escuché que hizo un pacto con el diablo: Una voz distinta, nuevamente perdí al hablante.
Era la primera vez que lo veía, un poco guiado por la cantidad de gente que se dirigía hacia la plaza, otro poco para comprobar los rumores del maldito.
Entre los peinados de un par de vecinas pude verlo, el rostro medio cubierto por el ala del sombrero, el poncho en los hombros, los pies desnudos como el torso. Creo que no nos veía, tal vez no quería vernos.
Una letanía grave cegó mis ojos del resto del mundo, y el poseso comenzó a moverse.
No sé en qué momento comenzó a flotar, se deslizaba por el aire, casi volando; ahí, en el aire, su poncho saltó de los hombros y se convirtió en mujer.
De algún lugar de la plaza llegó un trino de cuerdas que no calló a la letanía. Ambas eran una melodía seductora, no bautizada por los santos y aplaudida por quién sabe qué demonios.
El hombre movía frenético su cuerpo sin soltar el abrazo de su poncho; esa mujer lo envolvía cual serpiente tejida, en el aroma de un amor no santo.
Un instante quise huir, avergonzado quizás, asustado seguramente por la escena que veía, pero sus ojos me miraron un segundo y la maldición que lo apresaba en esa convulsión me compadeció hasta la quietud.
Comprendí entonces que sufría. Su cuerpo ahí, movido así, no era suyo. Lo estaban usando, y el mismo que lo invadía obligaba a los espectadores de la tortura a aplaudir la humillación.
El hombre supo que yo lo entendía, y ensayó ponerse de rodillas para pedirme ayuda, lo logró un momento antes de estallar en un salto; la gente, sin ver su dolor, estalló en un aplauso aún mayor.
Quise detener la tortura y alcé mis brazos para acompañar un grito. Algo de todas partes y de ningún lado aferró mis manos y me obligó a unirlas con un chasquido…un aplauso.
Grité con toda mi voz que ese hombre sufría, que detuvieran su dolor, pero de mí salieron vítores para la escena.
Mientras yo me sumaba al aplauso general, el hombre se retorcía en contorsiones y muecas que comenzaban a parecerme de disfrute.
Regresé a casa con el alma satisfecha y las palmas enrojecidas.
Él regresó a su hogar con el poncho siendo poncho y, maldito o no, volvió a ganar el concurso de baile.

Adán

Por la mañana, Adán, recién anoticiado de su creación, quiso ver al Padre.
Avanzaba Adán entre las bestias, creado de la tierra para reinar entre ellas. Los animales lo veían con admiración. Sintió que Él lo llamaba, por eso se dirigió al lugar desde donde podría tocar la mano del Padre.
Cada nivel lo alejaba de la tierra y lo acercaba al cielo prometido. Atrás quedó el suelo y un hipopótamo que lo miraba.
Con el primer nivel abandonó a las jirafas, agitadas ante su rostro divino…¿era ese el mismo hipopótamo del suelo?. En el segundo nivel había aves, que sólo miró de reojo, porque graznaban peligrosamente al verlo. Tal vez le gritaban al hipopótamo, que seguía subiendo.
Debía llegar al séptimo nivel, porque el Padre le había prometido una compañera si lo hacía.
En el tercero y cuarto se arremolinaron insectos para verlo, los espantó con las manos y siguió subiendo. Comenzó a creer que el hipopótamo lo seguía.
Al sexto nivel llegó Adán para ver cómo danzaban ángeles, al parecer algo envidiosos porque el hombre subía a ver al Padre. Ahí estaba el mismo mamífero acuático, siempre siguiéndolo.
Estaba cerca del séptimo nivel, allí estaría el Padre. Estiró su mano para tocar antes…ahí está, el milagro de la creación frente al creador de toda ella. El hombre y el dios juntos…El hipopótamo apareció junto al Padre…Ramírez!!!!!
Esa mañana Adán no tomó las pastillas, y salió a la calle como salió de la ducha. Su jefe lo vio llegar y lo siguió. Adán subió tranquilo…el jefe atrás. Planta baja y todos los pisos se acercaron a las ventanas para verlo, el jefe atrás para detenerlo. En el séptimo piso Adán había intentado entrar en la oficina del director de la compañía.
Por la tarde, Adán Ramírez regresó a casa con un sumario por subir desnudo al andamio para limpiar las ventanas.

Hallazgo de la carta de Mia, madre de un rey (2)

Mi amigo llamó con la voz casi en un hilo para pedir que lo esperara con las herramientas listas. Preparé las pinzas, el atril y la lámpara. Encendí el hogar para calentar el ambiente del estudio, que yo utilizaba poco en el invierno. Sobre todo pidió mi silencio.
Golpeó la puerta. Abrí y estaba frente a mí sosteniendo el cofre como una ofrenda. Me dirigió un saludo breve mientras entraba al estudio. Colocó el cofre sobre el atril y me pidió que cerrara las puertas.
Lo abrió con solemnidad, extrajo el sobre con una de las pinzas. Era un papel amarillo, las puntas estaban casi quemadas por los años; un trozo de la solapa del sobre se desarmó en el aire.
_¿Esta es la carta?_ su sonrisa me dijo que sí.
Mi amigo estudiaba desde hacía años a un personaje tan misterioso como seductor: la última mujer condenada por brujería. En las enciclopedias se la nombraba Mía Trapañe; una sirvienta de la corte acusada de traición y quemada en la hoguera.
Los historiadores le habían dedicado no pocas páginas de estudios y libros porque era su nombre el que la Casa Real enarbolaba al hablar de traición: la peor de todas era Trapañe. Mi compañero se había encargado de mantener la tradición con un amplio análisis, considerado por la corte actual como el más acertado y mejor.
Ahora traía un documento que más de uno quería tener, un rumor confirmado: la existencia de una carta de Mia, quizás su versión de los hechos, tal vez algo personal y sin importancia.
Leyó en voz alta para mí:
“Mis padres me llamaron María Ivonne Amalia Trappaine, en un intento por resguardar el lejanísimo legado noble de mi abuelo. Algunos de mis compañeros me llamaron Mia….”
Con esto salvó el primer error de los siglos: su nombre. Más adelante el rostro del lector se entornó en una mueca de enojo…leyó para mí lo que ella decía de los reyes:
“…¿Cuánto podrían prolongar nuestro castigo mis dueños?¿Cuántas muertes por el león de un escudo?...”
Asesinatos, intrigas, una verdad que me parecía razonable; una versión que tiraba por la borda el buen nombre de mi amigo, su trabajo y sus mecenas. Esta muchacha afirmaba ser la verdadera madre del primer hijo de los reyes:
“…En el palacio, la reina llevaría un vientre falso. En el campo, yo llevaría un vientre vivo para ella. Debía volver cuando el niño cumpliera dos meses…”
El lector me miró de reojo y dejó la pinza con descuido en un borde del atril. Ahora no era mi amigo el mismo que llegó, era un hombre preocupado que sin hablar me pedía silencio…Me acerqué al papel y leí la carta completa. Yo no tenía dudas de que fuera verdad lo que contaba, una línea histórica sostenía que tal saña de la familia real contra un solo personaje debía esconder una mentira…y era cierto. Era un instrumento útil por su discreción, y tal fue el silencio que nadie figuró la conjura que planeaba:
“…Llamaron a la más callada para la misión más discreta. Acepté sin despertar a mi voluntad; ella, que me oyó en silencio, comenzó a trazar el plan. Caerían para el pueblo los tiranos y asesinos, porque yo iba a dárselos…”
Mi amigo paseó alrededor del atril, mirando alternadamente al papel y a mí.
_No creo que sea un testimonio verdadero. Afirma ser una mujer educada en todo arte para servir como cortesana, pero los errores de su escritura no son los que corresponden al estado de la lengua en su época…
_Aún si no lo fuera_ lo interrumpí mientras adivinaba su intención_ es un documento histórico, merece que lo estudien… la historia que cuenta concuerda con los estudios de Francois Mouteau y según él…
_ ¡Mouteau es un borracho!_ golpeó el atril sin preocuparse ya por la salud del documento.
Me empujó y arrancó la carta del paño en que reposaba.
_Esto no va a acabar con siglos de estudio, con años de mi dedicación, ni con el nombre de nuestra Casa Real…al fin nadie sabe que lo tenemos o que realmente existe…yo confío en tu silencio… ¿hago bien?_ Agitaba el papel arrugado en su puño y me dirigía una mirada que no reconocí.
_ Sí… haces bien_
La sonrisa que siguió sí la conocía. Se acercó al hogar y tiró la cara al fuego. Alcancé a ver una frase antes que se quemara:
“…Confío en que éstas, mis palabras, sirvan para explicar la verdad…”
Mi amigo me miró, prefirió mirar al suelo y se fue. El portazo que dio hizo vibrar el suelo y tiró la pinza del atril, todo un símbolo de su caída como historiador, y como hombre…o una triste coincidencia.
¿Y yo? ¿En qué momento me convertí un poco en Mia? Cuando callé por no perder a un amigo.
No pienso firmar esta carta ni nombrar a aquel que quemó la verdad. Tal vez en unos años se encuentre ésta y se sepa la verdad que mi memoria permitió guardar en parte.